Cintas, cartuchos, CD, tarjetas de memoria, disquetes y otros, han sido los distintos soportes para contener videojuegos. El salto de uno a otro ha venido determinado por varios factores entre los que se encuentra la búsqueda de un soporte más seguro (tanto el disquete como el CD en su mayoría se podían copiar sin mucha dificultad) y la necesidad de un mayor espacio para que los cada vez más complejos desarrollos pudieran estar a gusto en su contenedor físico. Aunque el CD, para los juegos de PC, y el DVD (en sus distintas vertientes), para las consolas, parecían haber encontrado su sitio, sin duda que la opción de que se consiga nuestros más preciados videojuegos descargándolos íntegramente de la red, o bien jugarlo de manera on-line, es sin duda una gran oportunidad.
Videojuegos 3D
La década de los 90 trajo por primera vez las tarjetas aceleradoras de gráficos 3D para los equipos y con ellas se abrió una puerta que todavía no ha encontrado fondo para el ocio digital. Los videojuegos en 3D irrumpieron con fuerza en 1992 con Wolfenstein 3D, un título que cabía en un solo disquete de 1,33 Mbytes. Los requerimientos técnicos y el realismo fueron creciendo año tras año.
El enfrentamiento del siglo XX: Kaspárov vs Deep Blue
Desde los años cincuenta, miles de ingenieros, programadores y matemáticos estuvieron diseñando computadoras y todo tipo de software para hallar una aplicación que pudiera superar la imaginación e intuición de un gran maestro de ajedrez. Esta carrera llegó a su meta en 1997, cuando el poderoso ingenio informático de Deep Blue conseguía lo que no había logrado un jugador de carne y hueso: derrotar a Garry Kaspárov —considerado el mejor ajedrecista de todos los tiempos— en un duelo oficial. El proyecto de investigación de IBM que dio lugar a Deep Blue se había puesto en marcha en 1989, paralelamente a la búsqueda de un procesador que pudiera solucionar los problemas matemáticos más complejos, para luego ser trasladados al tablero de ajedrez. Los resultados que obtuvo la empresa estadounidense hicieron temblar las creencias de quienes confiaban en que las capacidades de una máquina nunca podrían superar a las aptitudes humanas.